Como cada 21 de Junio, John salía al porche de su casa al anochecer para recibir el verano, al igual que sus padres, amigos y vecinos. Costumbre antigua y obsoleta de ese pequeño pueblo en el cual tenía que vivir muy a su pesar. Él siempre soñó poder pasar su vida en la capital y alejarse de todo aquel silencio, aunque aún era muy joven para poder tomar ese tipo de decisiones. Sin embargo, sabía que cuando cumpliese la mayoría de edad alcanzaría su más ansiado sueño. Esa noche, como tantas otras, apagaban todas las luces del pueblo y, durante unos minutos, antes de la media noche, sentían cómo cambiaba de estación, en silencio, únicamente con el acompañamiento del canto de los grillos.
John no comprendía esa ridícula tradición y mientras sus padres observaban el cielo agarrados de la mano, él se sentaba en una silla y esperaba impaciente a que llegaran las doce para poder correr con sus amigos hasta la orilla del río y festejar con música y una gran fiesta ese día en el que por fin sería libre y se olvidaría de los estudios y de esa profesora de filosofía que parecía encantada amargándole la existencia.