PÉTALOS DE MARGARITA I

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Enrique se levantó temprano aquella mañana, como de costumbre, envuelto en la espiral rutinaria en que asentaba su vida desde hacía un tiempo. Vivía en un pequeño apartamento que había heredado de su querida y difunta abuela. Quizás su única aunque no valiosa posesión. Comprendía que sus vecinos le contemplaran desde la lejanía bajo un mutismo obligado por él mismo, al no ceder ante las normas de cortesía establecidas. Sabía que para muchos era un pobre infeliz maleducado, frío y cascarrabias y, aunque aquello no le gustaba, tampoco les reprochaba la actitud distante que habían asumido cuando se encontraban con él en el rellano o recogiendo el correo del buzón. De hecho fue Enrique quien comenzó a utilizar las escaleras, no con objeto de salud, sino de evitar cualquier encontronazo con nadie. Vivía en paz en su soledad, sin molestar, puesto que no abría la boca, ni siquiera se permitía un cruce de miradas. Llevaba dos años viviendo en aquel edificio antiguo y regio, en el mismísimo centro de su ciudad donde abundaba el ruido que apaciguaba con su propio silencio.

Cada día apagaba la alarma estridente de su despertador a las ocho en punto. Desayunaba sin escuchar la radio, como desde hace algún tiempo solía hacer. Se duchaba con desgana. A veces se afeitaba, otras quizás se echaba unas gotas de colonia barata. Algunas veces planchaba la ropa o se limpiaba los zapatos. Todo aquello desde un fundamento meramente mecánico, pasivo. Hacía dos años que evitaba mirarse en el espejo, pues no reconocía a la persona que se encontraba frente a él. Así que reparaba en su aspecto físico gracias a los comentarios, exclamaciones o miradas de desaprobación que advertía cuando los demás creían que no se daba cuenta. Que no tuviese ganas de vivir no significaba que fuera ciego o estúpido… pero aquello sencillamente le daba igual. Muchos de los que le rodeaban aparentaban esa ansiada felicidad aunque después se dedicasen a criticar, manipular o incluso llorar a escondidas en el baño, como había sorprendido ya varias veces a Adela, inconformista cincuentona de lengua viperina acechante de cualquier error del prójimo por el que construir un nuevo escalón para su propio pedestal. Enrique se había preguntado muchas veces cómo se vería la vida desde allá arriba. No demasiado bien, al fin y al cabo.

Toda la crítica que lo rodeaba le parecía admisible, comprensible al menos. Lo único que en verdad no soportaba era la lástima. La condenada mirada cargada de compasión que se le clavaba en la nuca cada mañana cuando se encontraba en el descansillo de su piso a la señora Abigaíl, íntima amiga de su abuela según decía. Él no la recordaba. Prácticamente abrían ambos su respectiva puerta al mismo tiempo, a las nueve en punto, puntual como nadie. Enrique con la mirada en el suelo. Ella cargada con su ya descosido carrito de la compra, esperando ser útil en un nuevo cometido un día más. Él, nervioso y sin cruzar palabra, pasaba siempre por delante de la mujer para comenzar a bajar las escaleras y la dejaba atrás. Con esa mirada. Esos ojos que le taladraban el cogote hasta cruzarse inexplicablemente con los suyos y que le decían tantas cosas que hasta el momento no había sabido cómo descifrar. Así comenzaban sus días. Huyendo de la verdad. Huyendo de sí mismo.

Esperaba unos minutos en la parada de autobús y siempre se sentaba en un asiento al lado de la ventana. Sin ver nada más allá del cristal y con la mente en blanco. Al llegar a su destino, seguía siempre la misma ruta para llegar a la oficina y, de nuevo, todo igual. Lo único que cambiaba era el ostentoso vestuario de Adela, a cada cual más llamativo contrastando con el color grisáceo de las paredes del edificio y de los muebles blancos.

Enrique se dirigía a su mesa de trabajo y allí cumplía minuciosamente con su jornada laboral. Finalmente, volvía sobre sus pasos, cogiendo el autobús hacia casa. A veces hacía la compra. Otras en cambio no… Así que aquella era su vida, si se le puede llamar a eso vivir. Sin embargo, algo en aquella tarde otoñal le hizo tomar una decisión completamente distinta. Quizás los rayos de sol alcanzasen a acariciarle más de la cuenta y un sentimiento de nostalgia le hubiese embriagado. O quizás fuese esa hoja flotando que, dando piruetas en el aire, le hubiese hecho girar la vista hacia la entrada de aquel parque. Nadie sabría jamás cómo ni por qué llegó allí. Pero ahí estaba, en el umbral de aquella enorme verja de hierro, algo indeciso. Sus piernas tomaron el control y comenzaron a caminar sin su consentimiento (o con él) por el camino. Un aire fresco le llenó los pulmones y se adentró, increíblemente relajado, en aquel colorido lugar.

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