
Corro por el bosque tan rápido como puedo sin mirar atrás, pues ese
movimiento podría costarme segundos que no estoy dispuesta a perder. El
aire entra en mi boca, pero no llega a mis pulmones, tan solo produce un ardor
insoportable en mi garganta. Mis brazos y piernas ya se mueven por inercia y su
único objetivo es pisar el suelo con firmeza y eludir los árboles sin perder el
equilibrio. Mis ojos ya se han acostumbrado a la oscuridad, lo cual me permite
esquivar ágilmente los obstáculos. Mi corazón bombea con fuerza, casi no puedo
respirar y me duele todo el cuerpo. Mi capa roja se mueve al unísono de aquella
danza que resulta de mis movimientos. Recuerdos inundan mi mente. “Cuidado
con los lobos”, me repetía una y otra vez mi abuelita.