EL SEÑOR DEL FUEGO 1: DANZA DE FUEGO

Hubo un tiempo en que todos los seres del mundo convivían en armonía en el planeta Tierra. Desde las razas más pequeñas, como las hadas, hasta las más grandiosas, como los gigantes. Fueron tiempos de riqueza y paz. Sin embargo, el hombre es un ser que se corrompe con facilidad. Un ser maligno y despiadado se aprovechó del dolor de un joven campesino tras la prematura pérdida de su amada. Le sumió en su oscuridad y revistió su corazón de odio. De este modo se inició una gran guerra. La primera desde hacía milenios.

El mal creó un ejército con aquellos hombres que seguían ciegamente a aquel muchacho, escoltados por las criaturas más temerarias que había creado. Muchos perecieron. Algunos incluso se extinguieron. Y así comenzó la nueva era en la que el hombre gobernaba la Tierra y el resto de criaturas aprendieron a pasar desapercibidas.

***

Lhendil descendía de una estirpe de elfos que había conseguido sobrevivir en aquel mundo sin magia. A simple vista todo el mundo pensaba que procedían de algún pueblo nórdico, debido a sus claros y dulces rasgos. Y, con ayuda de algunas brujas, habían conseguido disimular sus puntiagudas orejas durante siglos.

Solían vivir en zonas cercanas a los bosques. La familia de Lhendil se trasladó a Yazdra, un pequeño pueblo apartado de la civilización y de los hombres. El día en que se cumplió su centenario en el nuevo asentamiento, ocurrió algo inesperado. El municipio celebraba la fiesta de la primavera y la plaza se llenaba de puestos comerciales. Lhendil disfrutaba paseando por aquel ambiente festivo, le parecía cómico e irónico al mismo tiempo que el mercadillo estuviese repleto de figuritas hechas a mano, las cuales parecían hadas, enanitos,  ángeles…

Comenzó a anochecer y cuando las campanas de la iglesia del pueblo dieron media noche observó cómo un joven se iba haciendo paso entre la gente. Caminaba decidido, aunque con la cabeza gacha. Llevaba una bolsa sobre uno de sus hombros. Al llegar al centro de la plaza se quitó la sudadera y ella se percató de que seguramente ejercitase su cuerpo a diario. De la bolsa sacó unas antorchas y las prendió fuego. Fue en ese momento en el que las llamas iluminaron sus ojos del color del oro. El joven cogió aire y acto seguido inició una danza entre el fuego. Parecían un solo ser. Fue un espectáculo magnífico. Apagó las antorchas, juntó sus manos justo delante de sus labios y, cuando sopló, una llamarada salió de ellas, recreando la forma de un feroz y enorme dragón. Todos los espectadores estaban atónitos ante aquella ardiente demostración. Y aquel muchacho seguía con su danza. El fuego salía de su boca, de sus manos, se enredaba por sus brazos y su torso desnudos…

-          Lo llaman el domador del fuego. – Oyó decir a una anciana.

El apodo le hacía justicia, no cabía duda. Estuvo cerca de media hora adiestrando y jugando con fuego. Al terminar aquella función, cientos de monedas caían sobre su bolsa abierta. El joven sonrió, agradecido, e hizo innumerables reverencias hacia su público alborotado y satisfecho. Todo el mundo estaba convencido de su habilidad con los trucos de magia. De que se trataba de un artista de circo que expulsaba un líquido inflamable que en contacto con el fuego provocaba esas espectaculares llamaradas. Todos menos Lhendil…

Aquel chico era poseedor de magia. Lo había visto en su mirada. En cada uno de sus movimientos… Pero no sabría encasillarlo en ninguna raza. Y una curiosidad impropia de un elfo la impulsó a hablar con aquel misterioso ser.






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