¿CREÉIS EN LA MAGIA?




Nueva Navidad. Como de costumbre, mis padres y yo alquilábamos una cabaña en la montaña. Mi ciudad está situada en una especie de valle, rodeada de montañas. Un lugar perfecto para pasar la Navidad. El blanco predomina siempre sobre cualquier otro color. La ciudad se ve a lo lejos blanca también. Siempre he adorado ese paisaje.

Faltaban dos días para Navidad. Había cogido la costumbre desde joven de ir por las mañanas temprano al restaurante, pedir un chocolate caliente para desayunar y leer algún libro. Aunque cada año había más gente en aquel parador y muchas veces me quitaban el sitio bueno, la mesa situada al lado del ventanal, donde se veía la ciudad bajo el valle, rodeada de las montañas nevadas.

Esa mañana me pasó algo especial. Yo estaba sumida en mi lectura cuando entró un chico y se sentó en la mesa que estaba enfrente de la mía. Parecía tener más o menos mi edad. Era bastante guapo. Y, para mi sorpresa, pidió un chocolate y sacó un libro de la mochila. Dejó el abrigo en la silla contigua y comenzó a leer. Entonces, lo vi, un fragmento de un globo cayó al suelo del bolsillo… Y comencé a recordar… me levanté de mi mesa y me fui acercando con la mirada fija en aquel trozo de látex color verde…

Regresé quince años atrás… A mis navidades de los 7 años… Estaba jugando con una pelota en el porche de aquella casita de madera mientras mis padres hacían la cena. Siempre me gustó el olor a las galletas de Navidad que mi padre nos hacía para la cena de Noche Buena.  Lo podía oler desde allí y siempre se me hacía la boca agua. Pero “tendrás que esperar a después de cenar”… solía decirme mi padre. Yo ponía cara de enfadada pero mi padre reía y terminaba dándome un beso.


Así que allí estaba yo… Jugando con una pelota mientras oía un concierto de sonidos en mis tripas.  Seguí jugando, pero di un golpe demasiado fuerte y el balón se me escapó. Le vi bajar rodando a gran velocidad por el camino que subía a la cabaña. Unos segundos después, bajé corriendo las escaleras del porche y me dirigí al camino por el que había rodado mi pelota. Ni siquiera intenté no resbalar con la nieve que había en el suelo. Simplemente, corrí.

La pelota bajó hacia el parador, donde solíamos desayunar. Pues las vistas a la ciudad eran preciosas desde allí, sobre todo desde la cristalera del restaurante. Pero eran las vísperas de Navidad, y todo estaba cerrado. No había nadie por allí. Apenas había luz…
-¿Esto es tuyo? – dijo una voz detrás de mí.
Me di la vuelta y vi a un hombre. Pero ni él ni la pelota que tenía en una mano me llamaron la atención, sino un ramo de globos de todos los colores que tenía recogido en la otra y ascendían sobre su cabeza. Me quedé mirando aquellos globos, sus colores vivos… demasiado tiempo.
-Niña… ¿te encuentras bien?
-Eh… Sí claro. La pelota es mía, gracias –contesté aún mirando aquellas esferas flotantes.

Entonces, aquel señor me devolvió la pelota con una sonrisa y un gesto extremadamente cariñoso. Y, sí, sé que no hay que hablar con extraños. Sé que mis padres me lo repetían una y otra vez. Sé que un hombre solo por la noche debería hacerme sospechar… Sé que en aquel momento debí darme la vuelta y volver a la cabaña. Conocía los riesgos de no hacerlo. La teoría me la sabía. Sin embargo… la curiosidad ganó la batalla en aquella ocasión (y en algunas otras más, pero eso ahora no viene mucho a cuento).

El hombre dio media vuelta despacio y se fue aproximando a la terraza del mirador junto con sus magníficos globos. Yo le seguí en silencio y…
-¿Para quién son esos globos? – terminé preguntando.
El hombre se sobresaltó, me miró y comenzó a reír.
-Son para la gente de la ciudad, chiquilla.
-Entonces… ¿es un regalo?
-Bueno… podría decirse que es algo así, sí.
-Usted es… ¿Santa Claus?
El hombre volvió a reír. Ahora lo pienso y, sí, yo también me hubiese reído si una niña de casi ocho años me pregunta si soy Papá Noel… Pero en su momento, no me hizo nada de gracia…
-No, yo no soy Santa Claus – respondió cuando terminaron sus graves carcajadas.
Yo le miré, incrédula… Estaba bastante confusa. ¿Quién en su sano juicio estaría en un mirador, solo, en Noche Buena, con un puñado de globos de colores? Él pareció percatarse de aquello, se agachó para ponerse a mi altura y terminó contándome su propósito. Era un señor con el pelo y la barba canos, y unos ojos grises muy intensos rodeados por algunas arrugas de expresión.
-Verás, yo vivo en la ciudad, y este año me he dado cuenta de que la gente… A ver cómo te lo explico… Las personas mayores van dejando poco a poco de creer en la magia – me dijo.
-¿En la magia de la Navidad? – pregunté, curiosa.
-En la magia en general, la magia de la vida, la magia del día a día – entonces no comprendí del todo a lo que se refería… - así que me he propuesto este año devolver algo de magia a mi ciudad, a mis vecinos, a gente que conozco y a otros que no tanto.
-¿Les va a regalar globos?
-Sí, pero no son unos globos cualquiera…
-¿Tienen magia? – pregunté entusiasmada.
-Algo así… - el hombre se levantó y pareció dudar unos instantes. Al final, me tendió un globo y yo lo cogí, algo desconfiada.
-Tú serás mi cómplice, ¿de acuerdo?
-Y ¿qué hacen los cómplices? – el hombre sonrió.
-Observa

Entonces, el hombre abrió la mano y dejó volar los globos, dirección a la ciudad. Se fueron distribuyendo por el aire, acompañados de pequeños copos de nieve. Cada vez se iban haciendo más y más pequeños, aunque sus colores destacaban sobre la blancura del paisaje.
-Ahora tan sólo deberás prometerme algo – me dijo, mirándome a los ojos y tendiéndome el único globo que no había dejado ir - cuando llegues a casa encontrarás la magia dentro del globo, haz caso a la magia, y acuérdate siempre de ella. Está ahí, aunque no la puedas ver. Y cada uno de nosotros, puede hacer magia cuando se lo proponga. Es más, si alguna vez la magia te encuentra, déjate llevar por ella.

Tras despedirnos, y darle las gracias por la “magia”, corrí de nuevo a casa. Quería llegar cuanto antes. No me di cuenta de lo exhausta que estaba tras subir el camino. Mis padres seguían en la cocina. Subí corriendo a mi habitación y dejé el globo encima de la cama.

Lo estuve mirando mucho tiempo. Los fui escudriñando desde varios ángulos, di vueltas a su alrededor, pero no encontraba la magia. Yo, ingenua, esperaba polvos de hadas o estrellas… pero ahí seguía, un simple globo. Era de color rosa. Muy bonito. Pero sin rastro de magia… entonces recordé sus palabras: “encontrarás la magia dentro del globo”.

“¡Claro! ¡Dentro del globo!” pensé. Lo cogí y fui estrujándolo con todas mis fuerzas, hasta que explotó. Y, entonces, cayó en el edredón un pequeño papelito, (nada de polvos mágicos) lo cogí, y lo leí despacio, pues aún me costaba un poco:

La magia ha llegado a ti. Pero no ahora, sino en los pequeños momentos de tu día a día. Sonríe. En las sonrisas se encuentra la verdadera magia… Sé magia.

¿Y ya está? Pensé. Igual, la magia estaba en el papel… así que, lo doblé con cuidado y lo metí en mi cajita del tesoro. No era un cofre como el de los piratas, con miles de joyas y monedas de plata… pero mi madre me lo regaló y dijo que era para guardar las cosas importantes. Así que, siempre la llevaba en mis viajes. Y allí guardé la magia. Ese bonito regalo que aún no había comprendido. En aquella pequeña cajita dorada a juego con el lazo que la adornaba. Me tumbé con ella en la cama y me sumí en un bonito sueño de hadas y bosques encantados, hasta que mis padres me despertaron para ir a cenar.


A la mañana siguiente, corrí a abrir los regalos que me había traído Papá Noel. Mis padres se sentaron conmigo y los abrimos juntos. Al lado del árbol. Hubo muchas cosas. Sin embargo, una me hizo especial ilusión. Era un álbum de fotos. En él había fotos de mis padres de novios, de su boda, mi madre embarazada y al final aparecía yo. Fotos y fotos de los tres juntos. No sabía cómo había conseguido Papá Noel algo así, pero fue mi regalo favorito. Lo estuvimos viendo al calor de la chimenea durante horas, recordando aquellos momentos familiares. Fue una bonita Navidad. Y yo lo había olvidado todo… Hasta la magia…


***

-Perdona, ¿te encuentras bien?
Esas palabras me devolvieron a la realidad. El chico me estaba mirando, sorprendido. Yo estaba allí, de pie, a su lado mirando los restos de globo en el suelo. No sabía cómo había llegado hasta allí y él seguía mirándome…
-Se te ha caído algo- dije señalando al globo.
-¡Ah! Sí, gracias – dijo, y se agachó para recogerlo y ponerlo en el cenicero de la mesa.
-¿Te puedo preguntar de dónde lo has sacado? – pregunté. (Soy un caso, lo sé).
-Lo encontré ayer, entre las ramas de un árbol de mi jardín-me dijo, extrañado. Estaría pensando que estaba chiflada, también lo sé.
-¿Tenía algo dentro? – me aventuré a preguntar. Entonces me miró con otros ojos.
-Sí… Tenía un papel escrito-Agarró su abrigo y buscó en los bolsillos hasta dar con la pequeña nota. La misma que ese hombre me ofreció hacía quince años. Me la enseñó, y me miró con mucha curiosidad, buscando respuestas.

Entonces, le conté mi historia. Estuvimos charlando sobre aquel hombre que quería regalar magia de forma anónima. Le hablé de lo mal que me sentía al haberlo olvidado. De haber roto su promesa. De haber dado de lado a la magia cuando cada día se me aparecía de formas distintas y no sabía apreciarla… Entonces, tres chocolates después, se nos ocurrió una magnífica idea.

Lo preparamos todo y dos días más tarde, fuimos al parador, en la víspera de Navidad. Por la noche. Cuando todos estaban en sus cabañas y apenas había luz en el parador. Esa noche había luna llena, creando una atmósfera… sí, mágica. Estuvimos allí, en aquella terraza desde que anocheció. Esperando su aparición. Y, finalmente, llegó. Con algunos años más a cuestas. Parecía muy mayor, aunque su mirada seguía siendo la más juvenil y pura que había visto.

Llegó con otro montón de globos sobre su cabeza. Y, cuando nos vio, allí parados, con más globos en nuestras manos, se sorprendió. Me acerqué a él y le susurré al oído…
-¿Qué hacen los cómplices?

Entonces, sonrió, se acordó de aquella niña que le confundió años atrás con Santa Claus. Sus ojos grises rebosaban de felicidad. Otro momento mágico... Le conté lo ocurrido. Que me había olvidado de la magia que me había regalado. Que de niña no lo supe entender, pero ya había comprendido. Le pedimos ser sus cómplices y accedió. Entonces, lanzamos aquellos globos que fueron descendiendo hasta la ciudad. Le prometimos, y esta vez de verdad, que cuidaríamos y daríamos forma a la magia. A la magia de las pequeñas cosas y los momentos no tan insignificantes. Y que, cada año, haríamos volar mensajes por el cielo, despertando corazones dormidos.

El hombre volvió sobre sus pasos, con una sonrisa difícil de borrar al haber encontrado sucesores de su legado. Al saber que su trabajo no había sido en vano. Y, Javier (el chico guapo del restaurante) y yo nos quedamos allí, bajo la tenue luz de la luna y de las estrellas, aprovechando esos momentos mágicos, esa complicidad y nueva unión predestinada. Vimos pasar una estrella fugaz, a la que pedimos un deseo… nunca dejar de creer en la magia.


Y, cada año, volvemos a aquel restaurante a tomar chocolate caliente mientras leemos en compañía.


Y, cada año, en las vísperas de Navidad, regresamos al parador con miles de globos que guardan un mensaje. Y, cada año, encontramos nuevos cómplices… Como un nuevo mago que nacerá pronto, fruto de nuestro amor y… magia.

¿Y tú? ¿Quieres guardar momentos mágicos?

3 comentarios

  1. hola,
    que cosa mas bonita.. me ha encantado. Me gustaria hacer lo de los globos, quizas algun dia. Mis momentos magicos los guardo en mi corazon

    besitosss

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  2. Awww sweet post :D
    Great blog! I'm following you! Follow back?*
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