Todos tenemos un ángel guardián. Alguien
que después de habernos visto fracasar nos tiende la mano para ayudarnos a
resurgir. Algunos son visibles, otros no. Unos son terrenales, otros no.
Algunas personas son capaces de verlos. Otras, sin embargo, no. Esta es la
historia de mi ángel, Caleb.
Yo fui capaz de verle en algunas ocasiones
desde mi niñez. Cada vez que nuestras miradas se encontraban, apenas durante unas milésimas de segundo, me hundía en un mar de emociones. Alegría,
tristeza, nostalgia, olvido, paz, tensión, dolor, alivio… Nunca he llegado a
estar más cerca del equilibrio que cuando me perdía en aquellos ojos.
Eran efímeros pero intensos instantes. Yo
le veía ahí, nítido, con sus ojos de color esmeralda observándome. Y acto
seguido se desvanecía. Me ayudó en numerosas ocasiones. Jamás podría
demostrarlo. Ni siquiera explicarlo. Simplemente sé que fue él. La última
vez que le vi me salvó la vida. La única ocasión en la que cruzamos palabra
ambos debíamos estar en otra dimensión. En un estar sin estar.
Tengo un vago recuerdo de esa noche.
Conducía bajo una tormenta, bajo sus rayos y truenos. La lluvia no cesaba. Pero
yo adoraba las tormentas, así que no ralenticé mi paso. Un grave error por mi
parte. El coche resbaló. Perdí el control. Y tras una enorme luz, todo se apagó.
Poco después desperté. Yo estaba sentado en la sala de espera. Extraño,
¿verdad? Eso me pareció a mí… Tras algún titubeo me levanté y no sentí ningún dolor,
así que fui en busca de algún enfermero o enfermera que pudiese ayudarme, pues
estaba demasiado confuso. Vi a una de ellas charlando con un supuesto paciente.
Esperé a que terminaran de hablar y me dirigí a ella. Pero no me escuchó. Me
situé delante de ella, pero no me vio. Intenté tocarla, pero mis dedos
traspasaron su cuerpo. Comencé a asustarme y supliqué ayuda. Pero el tiempo
seguía pasando para todos, excepto para mí.
Corrí hacia el pasillo, levanté la vista y
vi el letrero: “quirófano”. Aquello era una pesadilla y quería despertar. Pero,
de repente, alguien me acarició el hombro. Recordaba aquella sensación. Tan
cálida y familiar. El primer contacto. Y de nuevo me volví a sumergir en
aquellos ojos, como años atrás.
-¿Tú… puedes…
verme? - Mi voz hizo eco, y él asintió. - Te conozco…
¿Verdad?
Y él volvió a asentir.
-¿Cómo te
llamas?
- Caleb – su
voz era increíblemente penetrante. – Acompáñame.
Me guió hasta una sala, y vi a mis padres
llorando desconsoladamente. Mis mejores amigos. Mi chica. Todos estaban allí.
Después, esa misma sala se transformó en otra en la cual estaba yo, tumbado,
siendo intervenido por un equipo de cirujanos. Cerré los ojos con fuerza y al
abrirlos me encontré en una habitación, con dos camas. En una de ellas estaba
mi madre hablándome mientras me cogía de la mano. En la otra solo distinguí un
bulto.
Caleb volvió a aparecer.
-¿Qué
significa todo esto? – le pregunté angustiado.
-Ahora mismo
te estás debatiendo entre la vida y la muerte – aquella respuesta hizo
verosímil la teoría que había sido capaz de concebir por mí mismo, pero no
pensaba que aquellas palabras pudiesen surgir con la naturalidad con que Caleb
las había pronunciado. Empecé a ser presa del pánico.
-Y tú, ¿qué
haces aquí? ¿Cómo es que tú sí puedes verme?
-Porque yo
también estoy entre la vida y la muerte – de acuerdo, esa era la respuesta que
menos esperaba. En mi cabeza no hacía más que escuchar frases inconexas de
todos a los que quería. Me estaban hablando a mí, pero yo… ¿dónde estaba? – Sin
embargo, tú, chico, vas a tener suerte. Tan sólo necesitas un nuevo riñón. Si
encuentran un donante a tiempo, todo esto habrá terminado. – Me sonrió y
comenzó a desvanecerse de nuevo. Le llamé, le grité, pero no me salía la voz.
Él se llevó toda la luz consigo y quedé sumido de nuevo en la oscuridad. Pero
sé que no me abandonó. Seguí escuchando su voz en susurros en mi cabeza…
“Lucha”… “Sé que puedes hacerlo”…
“Escúchales”… “Escúchame”…
De pronto, sentí dolor. Y escuché un
pitido. Ese pitido letal que anuncia el fin. O el principio de algo nuevo,
quise pensar. Tiempo más tarde, no sé cuánto, abrí los ojos. Pasaron unos
segundos hasta que la vista se acostumbró de nuevo a la luz. Solo necesitaba
sentir aquél equilibrio. Pero no estaba. Comencé a escuchar un sonido
intermitente y a distinguir los rostros de mis padres, felices ahora. Un
impulso me hizo girar la cara hacia la otra cama de la habitación. Tan solo
había una sábana blanca. Mi madre se percató y me dijo que había tenido un
compañero de habitación, pero nadie había venido a verle, parecía no tener
familia y había fallecido unas horas antes.
Cuando me recuperé, una enfermera me trajo
el periódico y, debido a otro impulso, comencé a leer una noticia. “El señor
Caleb Bécker falleció esta noche. Donó sus órganos para que otras personas
puedan vivir”.
Mi ángel guardián. Sentí tristeza tras
leerlo. Qué misterioso es el destino. Pero me di cuenta de que aquel calor aún
seguía conmigo, que él no me había abandonado. Seguía ahí, como siempre lo
había estado. En algún lugar. Aunque ya no pudiese verle. Puede que ahora se
asemeje a los ángeles que imaginamos, con unas grandiosas alas blancas o puede
que sea la luz de cada mañana. Aunque eso no importa. Sé que algún día volveré
a ver esos ojos de color esmeralda, en alguna parte. Me había salvado la vida
por última vez. O quizás no sea la última…
No hay comentarios