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Había parejas paseando a
sus mascotas agarrados de la mano. Había ancianos pescando en el lago o
divirtiéndose en lo que parecía una decisiva partida de ajedrez. Había ardillas
juguetonas saltando de árbol a árbol. Había oxígeno. Había paz… Aliviado por
aquel remanso de armonía se sentó en uno de los bancos que había a la orilla del
lago, donde cerró los ojos e inspiró profundamente.
Sin embargo, al abrirlos
no estaba solo. Un niño de unos siete años se había sentado a su lado, sigiloso
cual felino.
Enrique simplemente
chascó la lengua en señal de fastidio y se limitó a mirar hacia otro lado.
Aquel niño, sin embargo, no apartaba su mirada de él con un aire de lo más
inocente y travieso.
-¿Qué es lo que quieres?-Preguntó de mala gana.
-Nada. Solo quiero descansar -respondió el niño sonriente, como si
aquello fuera lo más evidente del mundo.
-¿Y no te has dado cuenta de que hay
muchos más bancos por ahí? -Preguntó de nuevo, sin mirarle.
-Sí, pero prefiero estar acompañado.
No me gusta estar solo. A nadie le gusta.
-A mí sí -declaró Enrique.
-¿Por qué? -Exclamó el niño, sorprendido.
-Ummm… -Enrique no supo qué responder, así
que decidió irse por la tangente, eludiendo cualquier respuesta. -¿No tienes padres? Te estarán
buscando.
-Mi padre no está. Y mi madre está
enferma en el hospital. Vengo de allí, la he llevado flores. ¡Margaritas! Son
sus favoritas, ¿sabe?
-Qué bien… -murmuró Enrique.
-¿Usted tiene hijos? -Preguntó el niño entusiasmado.
-No, no tengo hijos.
-Vaya… -dijo con cierta tristeza. -¿Y no le gustaría tener alguno?
-En absoluto. No me gustan los niños.
-¿Por qué? -Preguntó extrañado.
-Porque son muy ruidosos generalmente
cruzan sin pudor la delgada línea que existe entre la cortesía y la mala
educación -respondió con fastidio.
-En mi clase hay niños que son muy
maleducados. La señorita Clara siempre lo dice. Es la profesora de la otra
clase. Mi profe, por el contrario, solo dice que necesitan un poco de ayuda,
pero no lo entiendo muy bien… De todas formas es la mejor profe del mundo así
que seguro que tiene razón. La señorita Clara es un poco… -canturreó el niño poniendo una mueca
extraña. -De todas formas, hay niños muy buenos. Yo tengo muchos amigos
muy buenos, ¿sabe? Me ayudan cuando estoy triste porque mi mamá está en la cama
del hospital… -continuó algo afligido. -¡Por eso me dan galletas de chocolate! -Exclamó de repente con una sonrisa de
oreja a oreja. -Yo creo que debería tener un niño… o una niña. También son
muy guays. Son muy listas, aunque no tanto como yo claro, o eso dice mi abuela
porque Sandra siempre saca sobresalientes... Bueno, le explico, dicen que hay
que encargar los niños a una cigüeña, pero yo no me lo creo mucho… De todas
formas puede buscarlo por internet. A mí me dicen que lo sabré cuando sea
mayor, pero como en internet hay de todo… seguramente pueda contactar con un
criadero de cigüeñas para que le den un bebé o para que le digan dónde puede
conseguirlo. ¿Qué le gustaría más, un niño o una niña?
-Un pez, que no hablan tanto.
-¡Oh! Los hay muy bonitos. ¿Sabía que
los peces payaso viven con las anémonas? -Preguntó con gran interés.
-No. No lo sabía -contestó toscamente.
-¿Ha visto la película “buscando a Nemo”?
-No.
-Me gusta mucho esa película… -continuó el niño.
Un silencio incómodo se
interpuso entre los dos y el pequeño comenzó a dar golpecitos con los pies al
banco, esperando alguna palabra de aquel hombre, aunque no llegó.
-Por cierto, me llamo Manuel -dijo extendiéndole la mano. Enrique
la miró y de nuevo volvió a clavar su mirada en la apacible agua del lago. -¿Cómo se llama usted?
-Enrique.
-¿Cuántos años tiene?
-Niño, ¿no sabes que es de mala
educación preguntar la edad a un adulto? -Cuestionó con apatía.
-Pues no. A mí siempre me preguntan mi
edad. En el supermercado, en la panadería… ¡Hasta en clase de inglés! How old are you? Me pregunta siempre
Miss Lucy, como si no lo supiera. Yo creo que le falla la memoria… Y usted,
señor, ¿no sabe que es de mala educación no dar la mano en una presentación si
se la ofrecen?
Enrique lo miró
extrañado. Aquel niño le miraba con cara de sabihondo y con una mueca que sin
duda resultaba bastante simpática.
-Está bien -bufó. -Me llamo Enrique -le dijo extendiéndole la mano.
-Encantado de conocerle -continuó el niño con aire de
suficiencia y orgulloso de haber logrado su cometido.
-Es tu turno, ¿no?
-Mi nombre ya te lo he dicho -dijo el niño mientras Enrique ponía
los ojos en blanco.
-Oye, ¿no es muy tarde para que un
niño esté solo en un parque?
-Vivo cerca, con mi abuela.
Seguramente me estará haciendo la cena. Me deja venir al parque después de
hacer los deberes. Algunos días están mis amigos del cole, pero a veces vengo
solo. No pasa nada. Me puede ver desde la ventana y dice que soy muy maduro
para mi edad -le dijo guiñándole el ojo.
-Un niño maduro no se acercaría a un
hombre desconocido. ¿Y si soy el coco?
-Usted no es eso.
-¿Cómo lo sabes?
-En primer lugar el coco no existe. Y
en segundo lugar, usted no es una mala persona. Solo un señor algo aburrido… y
algo sucio -respondió arrugando la nariz mientras señalaba su desgastado
abrigo.
-Chico, no sabes si soy mala persona o
no. Además, no deberías ir dando tu nombre y dirección a diestro y siniestro.
-¿Diestro qué? -Preguntó el niño.
-A todo el mundo.
-No te he dicho mi dirección, ni
tampoco cómo me llamo.
-Claro que sí, te llamas Manuel.
-Y usted no debería fiarse de todo lo
que le dicen -dijo riendo, y Enrique se quedó perplejo.
-¿Me has engañado?
-Mi abuela dice que no diga mi nombre
a desconocidos. Pero hasta que nos conozcamos puedes llamarme Manuel -sonrió. -Y ahora me voy a marchar a mi casa
porque tengo hambre así que no intente seguirme para saber dónde vivo… Porque
daré un rodeo y soy el más rápido de la clase -le dijo muy serio apuntándole con un
minúsculo dedo índice y levantando tanto las cejas que casi se rozaban con su
flequillo rubio.
-No me moveré de aquí -dijo Enrique levantando las manos.
-Muy bien. Entonces, hasta otro día
señor Enrique. Un gusto conocerle -dijo mientras hacía una teatral reverencia.
-Hasta otro día, como te llames.
Y el niño salió corriendo
y con él los colores de aquel parque. Enrique miró fijamente durante unos
instantes las aguas cristalinas y las ondas que provocaban las hojas al caer
sobre ellas, inmerso en aquellos ojos azules clavados en su retina. Se dio
cuenta de que era la primera, aunque absurda y del mismo modo real conversación
que había tenido en mucho, mucho tiempo. Se levantó y después de llenar de aire
sus pulmones no pudo evitar que una familiar mueca iluminase su rostro. ¿Una
sonrisa?
Volvió a paso lento hacia
su casa de nuevo y, al llegar a su rellano vio sobre su felpudo una tarta de
arándanos envuelta con papel transparente. Enrique ya se había encontrado algún
plato de comida allí. A veces galletas de chocolate, otras pastas de miel… Y
sabía perfectamente quién le dejaba aquellos manjares… Se dio la vuelta y, como
siempre, la mirilla de su vecina tintineó. Abigail… Acostumbraba a dejar los
platos allí, sin tocarlos. Sin embargo, aquel día le apetecía probar el gesto
de aquella mujer, así que cogió el plato y comenzó a abrir su puerta. Tras la
de Abigail se escuchó una alegre exclamación, una fuerte palmada y después un
taconeo alejándose de la puerta.
Y Enrique, antes de
cerrar la puerta y probar aquel delicioso dulce, sonrió de nuevo.
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