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Desde aquella tarde,
Enrique deseaba que llegase el momento de atravesar el parque y encontrarse con
aquel niño. A veces le veía jugar con amigos, otras hablaban de infinidad de
cosas, como deportes, juguetes, películas o libros. Hubo una vez que el llamado
Manuel le ofreció la mitad de su bocadillo de nocilla, y lo comieron en
silencio hasta que se hizo tarde y tuvieron que despedirse. En otra ocasión fue
Enrique quien le llevó unas deliciosas galletas de chocolate. Todos los
momentos a su lado eran especiales y aunque eran los únicos instantes en que se
sentía a gusto, también sentía rabia y autocompasión. ¿Cómo podía un niño
llenar el vacío que le oprimía el pecho desde hace tanto? Sentía vergüenza,
culpabilidad, egoísmo, dudas… Un mar revuelto de dudas que volvía a estar en
calma cada vez que se encontraban. ¿Era aquello sano? Qué ironía, ¿verdad?
¿Acaso él mismo era una persona sana?
Tras mucho pensar,
Enrique llegó a tomar una decisión. Eran las siete de la tarde de un
septiembre. Un veinticinco de septiembre. El cielo parecía acuarela, reflejada
en las aguas del lago. Manuel apareció saltarín y animado, sonriente como
siempre y pese a todo y se sentó una vez más a su lado.
-¡Hola!
-Hola, Manuel.
-Hoy pareces más triste -le dijo.
-Verás, he estado pensando y… Me has
demostrado ser un niño muy maduro como dice tu abuela… Creo que… -resopló, se pasó las manos por la
cara y se giró para mirarle directamente a los ojos. -Creo que lo mejor es que te centres
en estar con tus amigos, eres muy joven y te vendrá bien.
-Ya los veo en el cole y juego con
ellos en el recreo, y aquí también -dijo preocupado.
-Voy a dejar de venir al parque. Es lo
mejor. Esto no puede durar eternamente. Sé que lo comprenderás.
-No -dijo con lágrimas en los ojos y
Enrique tuvo que buscar fuerzas para seguir con aquello. -No quiero que te vayas.
-Algún día lo comprenderás -le dijo sonriendo mientras le secaba
una lágrima.
-¡NO! -Gritó dándole un manotazo. -¡No lo entenderé! ¡Ni tú tampoco!
-Manuel, por favor. Hazme caso
¿quieres? Ahora tienes que disfrutar, eres demasiado joven. Y ya tienes
suficiente con lo de… ya sabes, tu madre. Debes cuidarla y también disfrutar de
la vida.
-No me dejes -imploró llorando -por favor.
-Solo soy un desconocido ¿recuerdas?
-¡NO, NO LO ERES! Di mi nombre.
-Manuel.
-¡NO! -Gritó. -¡DI MI NOMBRE! ¡DILO!
-¡No lo sé! -Contestó angustiado.
-¡SÍ, CLARO QUE LO SABES! Pero eres un
cobarde, ¿me oyes? ¡UN COBARDE!
Y el niño comenzó a
correr. Sus lágrimas cayeron sobre las hojas y a Enrique se le hizo un nudo en
la garganta. ¿Aquello era lo correcto? Cuando llegó a casa, no hizo caso de las
galletas que había sobre su felpudo. Simplemente dio un portazo y lloró. Lloró
lágrimas de lástima, de miedo, de ira, de soledad, de represión, de condena…
Lloró segundos, minutos y horas. Lloró por quien fue una vez y por aquel
desconocido que habitaba su cuerpo. Lloró por fallar y haber sido fallado.
Lloró por todo lo que la vida le había arrebatado. Lloró por lo que él mismo
había alejado. Lloró al recordar y al olvidar. Lloró por no saber pedir ayuda.
Lloró como no lloró en su día. Lloró por ser un cobarde. Lloró.
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