No supo cómo había llegado allí. A una playa de arena negra en contraste con la espuma de mar. Ante sus ojos se abría un paisaje desolado y quizás familiar. Tuvo la sensación de haber olido ya aquel salitre. El eco del romper de las olas le susurraba palabras con una voz conocida. Lo único que escuchaba. Puede que de alguna manera eso la hiciera sentir que estaba en casa. Perdió la noción del tiempo mientras sentía la tierra húmeda entre los dedos.
Abrió los ojos y vio un gran faro en lo alto de un precipicio que irradiaba una luz purpúrea. Hipnotizada por ella se fue aproximando. La brisa le acariciaba de cara. No importaba. La luz siempre te guía a casa. En lo alto del barranco observó que el foco violáceo perecía en el mar y, cual canto de sirena, cual imán, saltó.
Mientras caía en el abismo, su pasado y su presente no se revelaron como en una película. Más bien se difuminaron en una transición de degradado en blanco. Su futuro, por el contrario, ni siquiera existía. Era un interrogante en negro.

Lo segundos se transformaron en horas. Luego en días. En meses. No podría vivir en el fondo del mar para siempre. No podía ser la sirena que no respira dentro del agua. Aquello se convirtió en una eterna lucha por conseguir alcanzar la superficie y dar una bocanada de aire. Había ocasiones en que lo conseguía, que el oxígeno inundaba sus pulmones. Un pequeño alivio que la concedía otra pequeña eternidad entre ola y ola.
Una pequeña y diminuta sirena privada de escamas en la inmensidad. No puede vivir ni aquí dentro ni tampoco allá afuera. Intenta sobrevivir en un mar aparentemente en calma, aunque la arrastre la corriente en su interior.
Pelea valiente y osada en medio de un estallido de colores: violeta, verde y azul.
Pelea, intrépida, contra su propia infinidad.
Insúflate vida.
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